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Todas las Miradas Fijas en Bolivia: Resistencia Indígena en el Páramo Minero del País

Por Brandi Morin (Cree/Iroquesa)
Fotos por Julien Defourny
 

El aire de la mañana es cortante y fino a esta altitud, llevando consigo el olor acre de productos químicos industriales que se ha vuelto tan familiar como el viento de la montaña. Hernán Roque Flores (Quechua) ajusta su desgastada carpeta de cuero bajo el brazo y observa el valle abajo—un paisaje que guarda poca semejanza con los humedales verdes de su infancia. Donde antes pastaban llamas junto a arroyos cristalinos, ahora chimeneas industriales perforan el cielo cobalto, vomitando nubes tóxicas sobre los picos irregulares del altiplano boliviano.
A sus 54 años, Flores ha sido testigo de la destrucción sistemática de su tierra ancestral en el Ayllu Acre Antequera, una confederación de ocho comunidades Quechuas que han cultivado estas tierras altas por generaciones. Lo que alguna vez fue un oasis agrícola en la árida meseta occidental de Bolivia se ha convertido en el epicentro de uno de los ejemplos más devastadores de colonialismo extractivo en Sudamérica—una advertencia sobre las violaciones de los derechos Indígenas que ha suscitado condena internacional e impulsado la intervención de expertos en derechos humanos de las Naciones Unidas.

“Antes era mucho mejor porque por lo menos teníamos agua en esos tiempos”, reflexiona Flores, sus ojos oscuros recorriendo las laderas áridas donde su pueblo solía cultivar papas, cebada y quinua. “Los ríos todavía tendrían agua hasta esta época del año.”

Ahora, en todas las direcciones desde el pequeño pueblo montañoso de Antequera—el epicentro del auge minero—la infraestructura industrial domina el horizonte. La mina Bolívar, copropiedad de la empresa canadiense Santa Cruz Silver Mining Ltd. y de la corporación minera estatal de Bolivia, ha excavado 450 metros en la tierra, creando un enorme pozo que se inunda con agua subterránea que la empresa no puede controlar. La operación consume 800,000 litros de agua al día y descarga 80 litros de aguas residuales contaminadas por segundo en el río Antequera—superando ampliamente los límites establecidos en su contrato de concesión.

La Formación de un Defensor Inesperado

Flores creció en Queaqueani Chico, una pequeña comunidad dentro de la mayor confederación del Ayllu, pero pasó gran parte de su juventud en la misma Antequera. Con su contextura compacta, el cabello negro cortado al ras y las manos curtidas que evidencian décadas de trabajo agrícola, se conduce con la dignidad silenciosa de quien ha aprendido a moverse entre dos mundos. La carpeta de cuero que lleva contiene una meticulosa colección de documentos legales, informes ambientales y pruebas fotográficas—el arsenal de un defensor autodidacta que se ha visto obligado a convertirse en algo parecido a un abogado para defender la supervivencia de su pueblo.

“Entonces, él no es abogado —explica el traductor de Flores durante nuestra entrevista, realizada en una mezcla de español y quechua”. Pero gracias a la asociación y a la capacitación que recibieron, obtuvieron una certificación en Justicia de los Pueblos Indígenas.


Esa certificación ha resultado esencial, ya que Flores lidera el Consejo de Justicia del Ayllu Acre Antequera, representando a las ocho comunidades en su lucha de David contra Goliat frente a los gigantes mineros. La confederación incluye a las comunidades de Chapana, Antequera, Charcajara, Huacuyo, Queaqueani Grande, Queaqueani Chico, Totoral Grande y Totoral Chico, con una población combinada de 3,264 personas cuyo modo de vida se remonta a siglos atrás.


La transformación no ocurrió de la noche a la mañana. Las operaciones mineras comenzaron en la región en 1810. Cuando era joven, Flores trabajaba junto a su padre, quien tenía una autoridad tradicional en la comunidad. A medida que la degradación ambiental se aceleró durante la década de 2010, el liderazgo pasó a la generación más joven. Para 2018, se volvió imposible ignorar lo que estaba sucediendo.

"Notamos que el agua empezaba a escasear, y también notamos la contaminación. Así que fuimos a una de las minas para ver qué estaba pasando, y entonces me llevaron a la cárcel", recuerda Flores.

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La semilla es portadora de esperanza, contiene saberes transmitidos por generaciones. Es la encarnación de la simbiosis entre el ser humano y la Tierra.
 

Criminalizados por Defender el Territorio

Ese primer arresto en 2018 resultaría ser solo el comienzo de una campaña de intimidación y violencia diseñada para silenciar la resistencia Indígena. A Flores se le acusó inicialmente de allanamiento en tierras mineras, pero mientras estaba bajo custodia, la policía presuntamente colocó drogas en su mochila, una táctica común utilizada para desacreditar a líderes Indígenas en toda América Latina.

"Inicialmente, lo acusaron de invadir las tierras, pero mientras se tramitaban los cargos, lo incriminaron por tener cocaína en su mochila", dice el intérprete.
Aunque Flores pasó 15 días en la cárcel, los cargos fueron finalmente retirados por falta de pruebas. Pero la experiencia le enseñó una dura lección sobre hasta dónde llegarían los intereses mineros para proteger sus operaciones. También fortaleció su determinación y lo conectó con organizaciones como el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (CONAMAQ), una confederación boliviana que representa a las comunidades indígenas tradicionales del altiplano, la cual comenzó a brindar formación legal y apoyo a las comunidades que enfrentan luchas similares en toda Bolivia.

A lo largo de los años, se han presentado múltiples acusaciones penales contra autoridades del Ayllu y miembros de la comunidad. El patrón es claro: cualquiera que se pronuncie en contra de las operaciones mineras se enfrenta a la posibilidad de criminalización, pérdida de empleo para los familiares que trabajan en las minas, o algo peor.
 

Ser testigo de la devastación ambiental sobre el terreno proporciona una comprensión visceral de lo que la minería industrial ha causado en este frágil ecosistema de gran altitud. Informes técnicos confirman la presencia de arsénico, plomo, cadmio, zinc y sulfatos de cianuro en las fuentes de agua locales en niveles que superan los límites máximos permitidos en Bolivia —una contaminación que puede causar graves daños neurológicos, cáncer y trastornos del desarrollo.

En esta región árida, donde la precipitación anual apenas sostiene la agricultura tradicional, el enorme consumo de agua por parte de las operaciones mineras ha sido catastrófico. Muchas familias se han visto obligadas a vender sus llamas, alpacas y ovejas. Estos animales representan no solo seguridad económica, sino también una identidad cultural que se remonta a tiempos precolombinos.

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En los últimos años, la tierra se ha vuelto extremadamente seca como resultado del uso de las reservas de agua subterránea por parte de la industria minera. Solo unas pocas familias sobreviven en pequeñas parcelas de tierra que son una fracción diminuta de su territorio ancestral.

“El ganado es de vital importancia para los medios de vida de las familias, y su eliminación es destructiva para su soberanía alimentaria y económica”, señala un informe de 2023 de Cultural Survival y la Asociación de Pueblos Indígenas Originarios Campesinos QHANA PUKARA KURMI presentado al Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la ONU, que anteriormente ha documentado la crisis y ha presentado peticiones ante organismos internacionales de derechos humanos en nombre de las comunidades del Ayllu.

El impacto se extiende mucho más allá del daño ambiental inmediato. A medida que los territorios tradicionales se vuelven inhabitables, las familias se ven obligadas a migrar a zonas urbanas, cortando la transmisión intergeneracional del idioma Quechua, el conocimiento agrícola, y prácticas espirituales vinculadas a sitios sagrados específicos. Los jóvenes se marchan a las ciudades, incapaces de regresar a sus tierras contaminadas, mientras que los Ancianos se encuentran aislados de las redes comunitarias que los han sostenido durante décadas.

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Una reserva de agua completamente seca. En esta época del año, el agua normalmente debería estar fluyendo.

“La migración forzada resultante de la devastación del territorio separa a los jóvenes de los Ancianos de la comunidad, lo que impide la participación en actividades culturales compartidas y la herencia del conocimiento cultural”, mientras que “una disminución en la tasa de natalidad dentro de la comunidad amenaza aún más la transmisión de la cultura. Todos estos impactos representan un riesgo de extinción cultural permanente”, explica el informe de Cultural Survival.

 

 

El Día que Llegó el Terror

El enfrentamiento más dramático ocurrió el 7 de junio de 2022, cuando Flores y otros líderes comunitarios organizaron una vigilia pacífica para presionar a las empresas mineras a que abordaran las preocupaciones ambientales. Tras casi un mes de protestas, las autoridades del departamento de Oruro prometieron realizar inspecciones ambientales. Las inspecciones nunca se llevaron a cabo.

En cambio, lo que llegó fue una violencia de una magnitud sin precedentes.

“El 7 de junio de 2022, vinieron gritando: ‘Queremos a Hernán Roque, la cabeza de Hernán Roque. Queremos su cabeza’”, recuerda Hernán, con la voz firme mientras relata la memoria traumática.

Aproximadamente 1.200 trabajadores mineros y miembros del sindicato, armados con dinamita y artefactos incendiarios, descendieron sobre los sitios de la vigilia. Los atacantes agredieron físicamente a mujeres manifestantes, las amenazaron con violencia sexual y destruyeron los símbolos sagrados de las comunidades. Quemaron todo lo que pudieron encontrar y robaron pertenencias personales valiosas antes de desaparecer de regreso a sus campamentos mineros.

Flores se encontraba en uno de los dos puntos de bloqueo cuando un miembro de la comunidad lo llamó para advertirle de la turba que se acercaba. “Éramos tres grupos que nos dividimos. Algunos fueron al río, otros a las montañas. Solo tuvimos que mantenernos ocultos hasta que todo terminara”, recuerda.

Desde su escondite en las montañas, Flores podía ver el humo que se elevaba de los campamentos destruidos. “Fue terrible porque escuchar que estaban diciendo ‘queremos tu cabeza’ es aterrador. Si me hubieran encontrado, no sé qué podría haber pasado, porque éramos como 30 personas contra mil de ellos.”

El ataque logró su impacto psicológico previsto. Muchas mujeres sobrevivientes no han regresado a sus territorios debido al temor constante por su seguridad. Las denuncias penales presentadas por miembros de la comunidad no han avanzado, y las víctimas temen represalias por hablar.

La crisis en el Ayllu Acre Antequera ha llamado la atención de organismos internacionales de derechos humanos, en particular del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la ONU. En diciembre de 2023, el comité publicó una dura revisión del historial de derechos humanos de Bolivia, haciendo mención específica de la situación de las comunidades quechuas.

El Comité expresó su preocupación por “las denuncias sobre la concesión de licencias para la explotación minera y de hidrocarburos y el desarrollo de proyectos de infraestructura con el potencial de contaminar el suelo e impactar los medios de vida tradicionales de estos Pueblos, sin realizar sistemáticamente consultas para obtener el Consentimiento Libre, Previo e Informado de las poblaciones afectadas.”

Este principio de Consentimiento Libre, Previo e Informado (CLPI) está garantizado por el derecho internacional, incluida la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, que Bolivia ha adoptado oficialmente. La constitución del país incluso incluye el Artículo 256, que establece que los tratados y declaraciones internacionales ratificados por Bolivia tienen precedencia sobre la legislación interna.

“Bolivia es parte de estos tratados y declaraciones,” enfatiza Flores, señalando sus copias gastadas de los documentos relevantes. “La constitución tiene que cumplirse.”


Sin embargo, la brecha entre la teoría legal y la realidad sigue siendo enorme. El contrato minero de Bolívar fue firmado sin ninguna consulta con las comunidades afectadas, y a pesar de las claras pruebas de violaciones ambientales y abusos a los derechos humanos, las operaciones continúan expandiéndose.

Flores dice que la expansión de las industrias extractivas se ha acelerado bajo gobiernos que afirman representar los intereses indígenas. El expresidente Evo Morales (aymara), el primer jefe de Estado Indígena de Bolivia, se posicionó como defensor de la Pachamama mientras simultáneamente abría vastos territorios a empresas mineras extranjeras.

“Evo Morales siempre ha dicho que se identifica como una persona Indígena, pero en verdad, sus acciones no demuestran que sea una persona indígena,” dice Hernán. “Su gobierno ha sido incluso más neoliberal que los gobiernos anteriores porque lo que hace es entregar nuestras tierras a estas corporaciones internacionales.”

Esta crítica refleja una tensión más amplia dentro del progresismo latinoamericano entre la retórica de los derechos indígenas y las presiones económicas que empujan a los gobiernos hacia modelos de desarrollo extractivo. La economía de Bolivia sigue dependiendo en gran medida de las exportaciones mineras, lo que crea poderosos incentivos para priorizar los ingresos a corto plazo por encima de los costos ambientales y sociales a largo plazo.

Para Flores, la lucha actual representa la tercera generación en la lucha de su familia por los derechos sobre la tierra y el agua. Sus abuelos lideraron la exitosa campaña de la primera generación para obtener el título legal de los territorios comunitarios en las décadas de 1950 y 1960. Su padre continuó la lucha por los derechos al agua y la autonomía comunitaria. Ahora, Flores lleva adelante un legado de resistencia que ha evolucionado para enfrentar nuevas amenazas.

“Esta es una lucha,” explica. “Después de que murió mi papá, tuve que hacerme cargo de su deber. Y gracias a la constitución, a estos artículos y tratados internacionales, así fue como tuve el valor para seguir luchando, porque estamos protegidos por estos tratados, aunque el gobierno no los cumpla. Me siento protegido porque existe este marco legal.”

Ese sentido de protección legal, aunque tenue, proporciona un sustento psicológico crucial frente a probabilidades abrumadoras. El derecho internacional ofrece un lenguaje y un marco para la resistencia que trasciende los desequilibrios inmediatos de poder en la política local.

Hoy, mientras Flores continúa documentando violaciones y presentando peticiones ante organismos internacionales para obtener intervención, las comunidades del Ayllu Acre Antequera enfrentan un futuro incierto. De los 1.500 miembros originales de la comunidad, solo unos 50 permanecen trabajando en las minas —un compromiso costoso que proporciona ingresos mientras acelera la destrucción de su tierra natal. El resto ha huido a las ciudades o lucha por sobrevivir en tierras cada vez más marginales.

El contrato minero está previsto para expirar en 2028, pero Flores sostiene que debería anularse de inmediato debido a repetidas violaciones de obligaciones ambientales y sociales. “La justicia para mí es que ellos [los gobiernos] simplemente cumplan la constitución nacional, porque hay diferentes artículos que defienden nuestros derechos,” dice sencillamente.

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Tata Brian Pedro Ventura, la autoridad de la comunidad de Totoral Chico.

Prisioneros en Su Propia Tierra

A pocos minutos por la carretera de montaña desde la comunidad de Flores se encuentra Totoral Chico, donde el Tata Brian Pedro Ventura Humerez lidera una comunidad sitiada. El Tata proyecta una figura digna con su tradicional sombrero blanco adornado con una cinta verde que lleva el nombre de su comunidad. Su poncho verde con mangas coloridas refleja el orgullo cultural mantenido a pesar de la abrumadora presión. Pero debajo del atuendo tradicional yace el peso de un hombre que observa cómo su mundo desaparece.

“Los que estamos viviendo realmente aquí ahora, somos casi 110 personas", explica el Tata, describiendo cómo su comunidad se ha reducido desde cerca de 300 personas que alguna vez vivieron de la ganadería de vacas, ovejas y llamas. “Antes había más gente, porque todos tenían su ganado”.

Los mineros y sus familias han colonizado esencialmente Totoral Chico, creando una sociedad paralela que discrimina a los habitantes originarios. Donde antes los niños de ambas comunidades podían haber jugado juntos, ahora hay una segregación tajante. Un gran campo de fútbol construido durante la presidencia de Morales se encuentra en el centro de la comunidad, pero a los niños Indígenas se les prohíbe usarlo.

La destrucción ambiental ofrece un vistazo al futuro que enfrentan otras comunidades. El río que corre junto al asentamiento fluye con un color marrón oxidado —una contaminación producto de los desechos mineros que las empresas vierten con impunidad. Montones de basura se acumulan en los lugares donde las familias mineras arrojan sus residuos, transformando lo que alguna vez fue un paisaje prístino del altiplano en un vertedero industrial.

“Ya no quedan fuentes de agua,” explica el Tata. “Solo una fuente de agua en esta montaña junto a la comunidad, pero está custodiada por los mineros que amenazan con violencia si intentamos acceder a ella.”

Los miembros de la comunidad que aún viven en Totoral Chico tienen tanques plásticos portátiles en sus patios. Es su única fuente de agua potable, que es transportada en camiones una vez por semana.

La monopolización de la última fuente de agua limpia representa un ejemplo claro de cómo las operaciones mineras han invertido las relaciones tradicionales de poder. Los pueblos indígenas que han cuidado estas tierras durante siglos ahora necesitan permiso de los colonos recientes —forasteros en la comunidad— para acceder al agua que sus antepasados consideraban sagrada.

La vigilancia es constante y opresiva. Las familias mineras se coordinan a través de redes de WhatsApp, monitoreando los movimientos de los miembros de la comunidad Indígena. “Si ellos nos ven en grupo, se comunican entre ellos, con su comunidad, y llaman a muchos refuerzos. Y luego vienen con palos,” dice el Tata. Tanto hombres como mujeres mineros participan en estas campañas de intimidación, a veces confrontando a mujeres Indígenas ancianas que intentan defender los lugares tradicionales de reunión.

 

La Destrucción de la Vida Tradicional

Las pérdidas culturales se extienden mucho más allá de las amenazas físicas inmediatas, dice Tata. Las celebraciones tradicionales que antes unían a la comunidad durante todo el año han sido abandonadas debido a las dificultades económicas y a la disrupción social. “Este ha sido el peor año. Cada año, el 1 de agosto hacemos esta ofrenda a la Pachamama. Pero no pudimos hacerlo por la situación aquí,” dice.

La ausencia de estas ceremonias representa más que festividades perdidas. La ofrenda de agosto a la Pachamama conecta a las comunidades con prácticas espirituales ancestrales. Cuando el estrés económico y el conflicto social hacen que estas observancias sean imposibles, el tejido cultural que ha sostenido a estas comunidades durante siglos comienza a deshacerse.

Las actividades económicas tradicionales también han colapsado de manera similar. El Tata recuerda cómo las familias alguna vez invertían “dos libras de papa y terminábamos con 60.” Ahora, el suelo contaminado y la escasez de agua hacen que tal productividad agrícola sea casi imposible.

El trabajo textil que alguna vez reunió a las mujeres —esquilar ovejas, hilar lana, crear tejidos intrincados mientras compartían historias y risas— ha desaparecido en gran parte, ya que las familias han perdido su ganado y la cohesión social se ha quebrado. “Las mujeres se reunían, ya sabes, la gente, las mujeres reían. Compartían,” recuerda el Tata sobre las reuniones que incluían decisiones sobre patrones de teñido y celebraciones estacionales como el carnaval.

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Vista aérea del estrecho camino que separa las aguas contaminadas a la izquierda y las aguas supuestamente potables a la derecha.

 

Operaciones Ilegales y Complicidad Oficial

Quizás lo más indignante para los líderes comunitarios sea la aparente ilegalidad de muchas operaciones mineras combinada con la inacción oficial. El Tata señala que muchos mineros “no pagan por trabajar ilegalmente. No tienen la tarjeta 101,” el permiso requerido para transportar minerales desde los sitios de extracción hasta los centros de procesamiento.

“No tienen esa tarjeta", enfatiza, describiendo cómo las empresas mineras operan sin la autorización legal básica, mientras que las comunidades Indígenas enfrentan criminalización por defender sus derechos constitucionales.

Esta extracción ilegal ocurre “con complicidad de la alcaldía, luego con las autoridades nacionales,” alega el Tata. La captura sistemática del gobierno local por parte de los intereses mineros significa que los mismos funcionarios que deberían proteger los derechos indígenas en cambio facilitan su violación.
La creación de organizaciones indígenas falsas representa otra táctica insidiosa. Las empresas mineras han establecido lo que el Tata llama “sindicatos agrarios paralelos” formados por “personas extranjeras que han venido de otro lugar, que realmente no son de aquí de la comunidad.”

Estas organizaciones Indígenas falsas luego llevan a cabo consultas fraudulentas diseñadas para legitimar la expansión minera. “Han creado estos nuevos sindicatos como empresas,” explica el Tata, describiendo cómo las estructuras auténticas de gobernanza Indígena son socavadas por impostores financiados por la minería.

Sin embargo, incluso en este paisaje de destrucción cultural y ambiental, persisten momentos de belleza natural. Las vicuñas —camélidos silvestres y gráciles emparentados con las llamas— aún corren libres por los altos valles y laderas montañosas que rodean las comunidades. Estos animales, cuya lana suave alguna vez estuvo reservada para la realeza Incaica, representan una conexión con la tierra que precede tanto a la conquista colonial como a la minería industrial.

“A veces todavía las cazamos", señala el Tata, una de las pocas prácticas tradicionales que continúa a pesar de la disrupción generalizada. Pero por ahora, la mayor parte de la tierra permanece “arruinada o envenenada,” lo que obliga a las comunidades a sobrevivir con pequeñas cosechas de papas cultivadas en el suelo que aún no ha sido contaminado.

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Soraida Ventura forma parte del movimiento de resistencia de su pueblo. Habla con profunda tristeza sobre los múltiples actos de violencia que ha sufrido al defender la tierra de sus antepasados. Tiene un amor incondicional por ella.

“La esperanza es todo lo que tenemos”: El testimonio de una madre

En Totoral Chico, Soraida Ventura encarna la resiliencia y la angustia de una comunidad sitiada. A los 39 años, forma parte del Consejo de Justicia de su comunidad indígena, un rol que la ha convertido en blanco de violencia y acoso legal. Cuando nos encontramos, está procesando chuño, el método andino tradicional de deshidratación por congelamiento de la papa que ha sustentado a las comunidades del altiplano durante siglos.

Pequeña de estatura pero irradiando la fuerza de una defensora decidida, Ventura se encuentra en un pequeño campo frente a su comunidad, con su largo cabello negro atado hacia atrás y metido bajo un sombrero vaquero beige para protegerse del intenso sol del altiplano. Sus uñas están llenas de tierra por cosechar papas, un testimonio del trabajo manual necesario para sobrevivir en este entorno hostil.

Las lágrimas corren por el rostro de Ventura mientras describe la realidad diaria de vivir bajo ocupación minera. “Es duro, pero seguiremos luchando", dice, con la voz quebrada. “Como padres y miembros de la comunidad, la esperanza es todo lo que tenemos. Estamos llorando y tristes, pero lo lograremos. Es la única esperanza que tenemos como seres humanos.”

El costo psicológico para los niños es quizás lo más devastador de presenciar. “A veces lloramos. Me despierto esperando paz. Ese es el único sueño que tenemos como padres para nuestros hijos,” continúa Ventura. “No es fácil borrar las heridas que nuestros hijos tienen en nuestros corazones y mentes cuando preguntan: ‘¿Cuándo podemos salir a jugar? ¿Es seguro?’”

La discriminación sistemática se extiende incluso a los servicios más básicos. La atención médica, la educación y la libertad de movimiento han sido instrumentalizadas contra las familias indígenas. Cuando Ventura fue brutalmente golpeada por mineros mientras defendía los pastizales comunitarios, incluso recibir atención médica se convirtió en un campo de batalla. “Hay un centro de salud aquí donde ya no nos atienden como deberían. No tenemos el derecho de ver a un médico,” dice.

“Veinte personas me habían golpeado, y por los golpes, la sangre, todas las heridas que me causaron, necesitaba ser atendida en el hospital. La doctora vino porque vio cómo me atacaron, pero los mineros la reprendieron, diciéndole que si iba a atender a esa gente, habría consecuencias, porque nosotros podemos sacarla con el voto."
 

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Vista aérea del dique de relaves químicos.

Vivir Bajo Vigilancia

El nivel de control ejercido por los intereses mineros alcanza proporciones totalitarias. Ventura describe una comunidad que vive bajo constante vigilancia, donde las libertades básicas de movimiento y comunicación han sido eliminadas.

“Los mineros prendieron fuego aquí para hacer puntos de vigilancia y poder ver quién entra y quién sale", explica. “Nos tienen como rehenes en nuestra propia comunidad. A veces revisan los buses, quién va en los buses, quién va a la ciudad.”

Este sistema de vigilancia cumple un propósito claro: impedir que los miembros de la comunidad busquen ayuda o denuncien abusos ante autoridades fuera del área inmediata. El impacto psicológico en las familias es grave, especialmente para los niños que deben desenvolverse a diario en esta atmósfera de miedo y restricciones.

Por si eso fuera poco, la crisis del agua también ha alcanzado niveles críticos. “Hay bastante agua, pero el problema es que el agua ya está contaminada", explica Ventura. La comunidad depende de una única fuente de agua limpia que queda, pero incluso esta está controlada por los intereses mineros. “Ese lugar le pertenece a la comunidad, pero incluso los mineros la usan, y aún así siguen violando nuestros derechos. Tuvimos que ir a un taller ayer para decir: ‘Por favor, dennos agua.’ Nosotros mismos estamos enfrentando esta violación a nuestro derecho al agua.”

La destrucción ambiental ha eliminado los medios de vida tradicionales. Donde antes las familias criaban ganado vacuno y ovino en tierras comunales de pastoreo, la contaminación ha hecho que la ganadería sea imposible. “Siempre caminábamos por las montañas y también por las llanuras, pero con toda la contaminación, las venas se han secado. Para los humanos, el elemento vital es el agua, y para los animales también, pero se han secado, y por eso hemos tenido que abandonar la crianza de ovejas y de ganado,” dice Ventura.

Incluso el polvo de las operaciones mineras se ha convertido en un peligro para la salud. “El polvo está cubriendo toda la vegetación. Nuestros animales no pueden comer eso. No sabemos cuánto más nos van a seguir dañando estos mineros.”

Persecución Legal

Como muchos líderes Indígenas que alzan la voz, Ventura enfrenta múltiples cargos penales por defender los derechos constitucionales de su comunidad.
“El grupo minero presentó una denuncia contra mí diciendo que yo estaba obstruyendo el trabajo que ellos estaban haciendo, pero yo no estaba obstruyendo nada. Solo estaba defendiendo mi territorio.” Ahora enfrenta procesos judiciales —una táctica común usada para agotar e intimidar a los defensores Indígenas.

Los funcionarios gubernamentales a los que ha acudido en busca de ayuda se han mostrado cómplices o impotentes.
“Hemos ido al viceministerio de minería, a denunciar ante el defensor del pueblo lo que está pasando, y también hemos ido al defensor para que defienda los derechos humanos", dice. “Pero la acción ha sido negada, y ellos han tomado más fuerza.”

imgGuadalupe Fernández es miembro del consejo de justicia de la comunidad. Camina por una estrecha franja de tierra que separa, por un lado, los desechos contaminantes de la mina y, por el otro, el agua que debería ser consumida por las personas y el ganado de su comunidad.

“Gritaban que nos iban a violar:” La resistencia de una Anciana

A pocos kilómetros, en la comunidad de Queaqueani Grande, Guadalupe Fernández prepara una comida tradicional de carne de llama, chuño y verduras de la puna en su pequeña casa de concreto. A sus 60 años, viste la ropa tradicional de cholita de las mujeres Indígenas: faldas completas y abullonadas por capas, sombrero bombín y un colorido chal que marca su identidad cultural.

Fernández representa otra dimensión de la resistencia: los Ancianos que recuerdan cómo funcionaban estos territorios antes de que la minería industrial los transformara en zonas de sacrificio. Su testimonio revela cómo las empresas mineras manipularon sistemáticamente a las comunidades para que firmaran contratos mediante una combinación de engaño, presión económica y coerción directa.

“En 2005, básicamente nos dijeron que iban a ejercer violencia si no firmábamos,” recuerda. “Esto causó mucho conflicto social entre familias, entre miembros de la comunidad. Algunos hijos le decían a sus papás, por favor, tienes que firmar esto. Otras personas no sabían escribir, así que solo usaban su huella digital para firmar el contrato porque les decían que iban a recibir dinero.”

La manipulación fue sistemática y persistente. Cuando el hermano de Fernández, que era secretario comunitario, se negó a firmar el contrato minero, representantes de la empresa y miembros de la comunidad que apoyaban la mina lo buscaron. “Él se escondía para no tener que firmar,” explica. “Pero finalmente lo encontraron y le quitaron el sello comunitario. Después de eso, hicieron lo que quisieron: firmaron a favor de aceptar la minería en nombre de la comunidad.”

La presión se extendió a buscar a cada miembro individual de la comunidad. “Los buscaban en todas partes, en diferentes partes del país para que firmaran,” dice Fernández. Cuando su propio padre falleció, fue ella quien tuvo que firmar. Había un abogado que venía todos los días a buscarla.

A pesar del hostigamiento, Fernández exigió ver el contrato real antes de firmar —algo a lo que la mayoría de los miembros de la comunidad no tuvo acceso. “A las personas que firmaron primero, nunca les dieron el contrato,” dice ella. Cuando finalmente firmó bajo presión, descubrió que el documento estaba estructurado como una concesión y no como una venta, porque la empresa sabía que operaban en territorio Indígena.

Los beneficios prometidos nunca se materializaron. “Una vez que terminaron el tratado, nunca lo cumplieron. Si alguien de la comunidad quería trabajar allí, tenía que ir a pedir permiso. Era como mendigar migajas.”

 

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Tres mujeres, Guadalupe Fernández, otra integrante de la comunidad, y Dominga Fernández, de la comunidad Queyaqueyani, comparten fotos de un evento que marcó sus vidas. Durante una protesta el 7 de junio de 2022, los mineros atacaron su carpa y quemaron todo. Tuvieron que huir para escapar de la amenaza de agresión sexual.

 

La noche del terror: 7 de junio de 2022

El testimonio más desgarrador de Fernández es sobre el violento ataque que ella y Flores sobrevivieron el 7 de junio de 2022, prueba de la naturaleza sistemática del asalto y de la violencia de género que fue central en la campaña de intimidación. Ese día, los líderes comunitarios fueron convocados a una reunión en Poopó con autoridades gubernamentales que prometieron enviar funcionarios de los ministerios de minería y medio ambiente para atender sus preocupaciones.

“Hicimos un bloqueo por 10 días en 2022 por la contaminación y la falta de fuentes de agua", relata. “Mientras tanto, los mineros sabían que la mayoría de las personas fuertes estaban fuera de las comunidades, y fueron a las comunidades donde había principalmente mujeres. A las 7:00 p.m., llegaron cientos de mineros en carros. Gritaban, lanzaban dinamita y petardos. Parecían estar realmente borrachos.”

La naturaleza de género de la violencia fue explícita y aterradora. “Le gritaban a las mujeres: ‘Tienen que salir, putas, salgan, tienen que abrir las piernas.’ Decían cosas realmente horribles ",recuerda Fernández, con la voz cargada por el recuerdo.

Fernández se escondió detrás de un tronco en el río mientras los mineros quemaban las carpas y pertenencias en el sitio del bloqueo. “Tuvimos que escapar porque venían con dinamita. Teníamos miedo y todos se dispersaron. Algunos se escondieron en las montañas y otros en el río”, dice.

El ataque logró su objetivo: muchas mujeres, incluida Fernández, quedaron traumatizadas por las amenazas explícitas de violencia sexual combinadas con el uso de explosivos cerca de los campamentos civiles, donde había niños y ancianos.

 

Crímenes ambientales a plena vista

Las compañías mineras, incluida la canadiense mina Bolívar, disponen de desechos tóxicos a la vista de las comunidades, mientras eliminan simultáneamente el acceso al agua limpia. Fernández nos lleva a un área de depósito de relaves donde los desechos mineros se depositan justo al lado de la única fuente de agua restante. Solo un estrecho camino de tierra, elevado sobre una colina artificial, separa el vertedero tóxico de la llamada fuente de agua potable.

“Los mineros nos dijeron que debíamos dar agua a nuestro ganado en un pozo paralelo al estanque de relaves porque no quedan fuentes de agua fresca,” explica, describiendo un arreglo de racismo ambiental: las comunidades indígenas se ven forzadas a elegir entre morir de deshidratación o envenenamiento lento por agua contaminada.

La proximidad de los relaves a la fuente de agua hace evidente que la contaminación es inevitable, pero las compañías mineras presentan esto como una solución a la crisis hídrica que ellas mismas crearon. “Cuando vamos a denunciar que el agua está contaminada, los mineros dicen: ‘Bueno, aquí está la fuente de agua para que beban sus animales.’ Pero el agua sigue estando contaminada por los químicos y el polvo,” señala Fernández.

A pesar de enfrentar cargos criminales, violencia física y destrucción ambiental, el compromiso de Fernández con la resistencia sigue siendo absoluto. En 2011 organizó un bloqueo de 10 días que derivó en cargos criminales contra ella por supuestamente obstruir servicios públicos y amenazar la seguridad. Aunque los cargos fueron finalmente retirados tras la presión comunitaria, la experiencia le enseñó que el acoso legal es solo otra herramienta de intimidación.

“Te persiguen cuando intentas luchar por tus derechos”, dice con naturalidad. Pero ese conocimiento no la ha detenido. En abril de 2025 viajó a Nueva York para testificar ante el Foro Permanente de la ONU sobre Cuestiones Indígenas acerca de las violaciones que ocurren en su territorio, llevando la atención internacional a una lucha que el gobierno de Bolivia prefiere mantener oculta.

Sin embargo, incluso a miles de kilómetros de su hogar, Fernández vivió la pesadilla de la intimidación. Cuenta que fue amenazada y hostigada por autoridades bolivianas presentes en el foro, quienes llegaron al punto de borrar su nombre de la lista de oradores.

“No voy a dejar de resistir”, declara desde su pequeña cocina, mientras el aroma de los alimentos tradicionales llena el aire. “Siempre voy a luchar por justicia para mí y para las comunidades cercanas, aunque nos amenacen con dinamita y violencia”.

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La abogada Beatriz Bautista es otra voz clave en esta lucha. En La Paz, con una pintura en mano que lleva el alma de Latinoamérica, el grito de los pueblos agitando el cóndor  (emblema de Sudamérica)

La experta legal: "Sigue siendo un Estado colonial"

En su oficina en El Alto, la extensa ciudad Indígena que domina La Paz, Beatriz Bautista (Aymara) habla con autoridad. A sus 52 años, es abogada Indígena, filósofa y defensora de derechos humanos que ha dedicado su carrera a apoyar a comunidades afectadas por el extractivismo.

Su camino hacia la defensa legal comenzó con una experiencia personal de discriminación que marcó su infancia. Cuando su familia migró de zonas rurales para que pudiera terminar la secundaria, presenció de primera mano el sufrimiento de su madre. “Cuando la llevaron al hospital, no la aceptaron aunque tenía seguro por discriminación,” recuerda. “Para mí fue muy duro ver esta actitud hacia los pueblos Indígenas, este racismo y discriminación, como si no tuviéramos derechos, como si no nos vieran como humanos.”

Tras estudiar filosofía Indígena en la primera universidad Indígena de Bolivia —que fue cerrada por el gobierno de Morales en 2006— Bautista obtuvo su título en derecho con especialidad en derechos de los Pueblos Indígenas Originarios. En 2018 cofundó la Asociación de Pueblos Indígenas Originarios Campesinos QHANA PUKARA KURMI, que hoy apoya a más de 100 comunidades indígenas en Bolivia bajo presión extractivista.

“Como pueblos Indígenas somos preexistentes a todas estas naciones coloniales, pero el gobierno tiene el poder de quitarnos nuestras tierras y entregarlas a empresas internacionales", dice Bautista, señalando que los conflictos mineros actuales ocurren en un contexto de siglos de extracción de recursos. “Toda la plata fue extraída y entregada directamente a España, y por eso Europa se volvió tan rica—porque todos los minerales venían de Bolivia."

Estas violaciones de derechos van al núcleo de la existencia Indígena. "El derecho a los territorios es clave porque ningún pueblo Indígena va a existir sin su territorio," explica. "La violación de estos derechos es un intento de genocidio contra nuestra propia existencia, contra las generaciones venideras."

El trabajo de Bautista la ha convertido en un objetivo. "Me han golpeado. El gobierno amenazó a nuestra asociación y cerraron las puertas de nuestra oficina. Las amenazas son constantes. Es muy difícil acceder a los territorios Indígenas porque los mineros saben quiénes somos ", dice.

Para Bautista, Bolivia sigue siendo un estado colonial que "no reconoce los derechos de los pueblos Indígenas y sus territorios," sin importar las garantías constitucionales o los tratados internacionales. A pesar de las dificultades, ella sigue comprometida: "Aunque los mineros tengan tanto poder, eso no significa que dejaremos de luchar."

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Varios miembros de la comunidad esperan frente a los edificios en La Paz para entrevistar a las empresas mineras responsables de la destrucción de sus tierras.

Presión Internacional y Responsabilidad Corporativa

La crisis en el Ayllu Acre Antequera ha atraído la atención internacional hacia las operaciones de la empresa minera canadiense Santa Cruz Silver, que adquirió la Mina Bolívar del gigante suizo Glencore en 2021. La mina subterránea de plata, zinc y plomo, que se explotó por primera vez en 1810, funciona bajo un acuerdo de reparto de ganancias donde Santa Cruz recibe el 45% de las utilidades mientras que el gobierno boliviano obtiene el 55% a través de su asociación con la estatal Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL).

En septiembre de 2024, líderes indígenas del Ayllu Acre Antequera, junto con las organizaciones Qhana Pukara Kurmi, Cultural Survival y Earthworks, presentaron un informe integral de derechos humanos a Santa Cruz Silver antes de su reunión anual en Vancouver. El informe documentó violaciones de múltiples derechos humanos en el sitio minero, incluyendo el derecho a la Consulta Libre, Previa e Informada, el derecho a la salud y a un ambiente sano, la libertad de expresión, la seguridad, la no discriminación, los derechos culturales y el derecho a pertenecer a una comunidad indígena.

Las comunidades presentaron cinco demandas clave a la empresa canadiense: poner fin a la violencia e intimidación contra los defensores, detener la criminalización de las autoridades Indígenas, implementar procesos adecuados de consulta para la Consulta Libre, Previa e Informada, limpiar la contaminación por metales pesados en el río Antequera, y realizar investigaciones independientes sobre la gestión de los relaves tras reportes de fugas y desechos tóxicos arrastrados por el viento.

El informe señaló específicamente cómo la mina usa "vastas cantidades de agua y ha contaminado el agua y la tierra en las cercanías," con estudios técnicos que encontraron "niveles elevados de metales pesados en el río Antequera" y miembros de la comunidad reportando "manejo deficiente de los desechos mineros, conocidos como relaves, que son levantados y esparcidos por el viento."

De manera crucial, el informe enfatizó que "al Ayllu Acre Antequera nunca se le consultó sobre el proyecto minero, no ha sido adecuadamente informado sobre el proyecto y sus impactos, y por lo tanto no ha dado su consentimiento para avanzar"—una clara violación de los estándares internacionales que tanto Canadá como Bolivia han adoptado mediante la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.

El cumplimiento o no de Bolivia con sus compromisos constitucionales y sus obligaciones en virtud de tratados internacionales bien podría determinar no sólo el destino de ocho comunidades Quechuas en un remoto valle montañoso, sino también la credibilidad del país como líder en materia de derechos Indígenas y protección ambiental en el escenario mundial.

Por ahora, líderes como Flores, Tata Ventura, Fernández y Bautista continúan su resistencia, armados con carpetas legales y sostenidos por obligaciones ancestrales, sabiendo que defienden algo mucho más valioso que la plata y el zinc extraídos de sus tierras.

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La periodista Brandi Morin cuestiona a representantes de la industria minera.

 

--Brandi Morin (Cree/Iroquesa/Francesa) es una periodista galardonada que informa sobre derechos humanos desde una perspectiva Indígena.


La escritora intentó contactar a Santa Cruz Silver usando el número de teléfono proporcionado en el sitio web de la compañía desde su sede en Vancouver, pero el número no estaba en servicio. La escritora viajó en persona a la sede de la mina Bolívar en La Paz, que opera bajo el nombre de Sinchi Wayra. Después de reunirse con el director de comunicaciones y solicitar entrevistas con los directores de la compañía, el director de comunicaciones dejó de responder a los correos electrónicos de seguimiento e ignoró más solicitudes de entrevista.

La escritora también visitó varias oficinas de ministerios del gobierno en Bolivia para solicitar entrevistas, incluyendo el Ministerio de Minería y Metalurgia, el Ministerio de Medio Ambiente y Agua, y el Ministerio de Culturas, Descolonización y Despatriarcalización. Las solicitudes escritas de entrevista fueron entregadas en mano y selladas oficialmente por funcionarios ministeriales, un proceso estándar para medios. Más de tres semanas después, no se ha recibido respuesta de ningún ministerio del gobierno.

 

Foto superior: Los miembros de la comunidad Queyaqueyani observan con consternación esta avalancha de químicos que ahora forma parte de su vida diaria. Durante la temporada seca, el líquido tóxico se seca y se convierte en polvo. El viento luego lleva el polvo tóxico a las comunidades vecinas.

 

 

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